GABRIELA ETCHEVERRY
Homero
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La familia había crecido tanto que
amenazaba con llevar a la ruina el negocio de
zapatos que teníamos. Puede que ya existieran los
anticonceptivos, pero aunque la iglesia los
hubiera permitido, cualquier dinero que entraba se
iba derecho a la olla y no siempre alcanzaba para
llenarla. A un lado de la casa estaba el taller al
que se tenía acceso desde el portón de entrada al
patio. El papá se encargaba de comprar los
materiales, la mamá de todo lo que era coser
cueros y yo, que ya iba para los ocho, ayudaba con
las terminaciones de los cortes que salían en
chorizada de la máquina de aparar y se los pasaba
a los maestros que les ponían la suela. Había
alegría general cuando los sacos que habían subido
el cerro cargados de rollos de cuero ahora
esperaban en fila llenos de zapatos listos para
las vitrinas del centro. Todo olía a cuero y a la
goma de pegar que venía en frascos bien sellados
que yo abría mientras esperaba que saliera la
nueva hilera de cortes, metiendo la nariz en ese
olor que nunca saciaba y que seguía pidiendo más y
más. “Cierra ese frasco que se seca la goma”,
decía la mamá cuando se daba cuenta que había
dejado de cortar hilos. Me gustaba estar allí
entre el ruido de la máquina de aparar y el
martilleo de los zapateros que se entendían a
señas y a guiñadas de ojos. Habían aprendido ese
oficio en la cárcel, pagando con tiempo de
encierro quizás qué delitos de robos y asaltos. El
pequeño negocio familiar boqueaba cada cierto
tiempo en lo que parecía ser el último estertor
para volver a levantarse gracias al empecinado
esfuerzo de la mamá. Cuando quebró
definitivamente, nunca se supo si el golpe de
gracia lo había dado el peso de la familia, la
mudanza de la amante del papá al frente de nuestra
casa o el descaro con que robaban los maestros en
los últimos años.
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No todos eran cortados por la misma
tijera. El Homero era harina de otro costal, sin
contar con que era el único maestro con nombre;
los otros sólo tenían apodos. Los brazos de una
musculatura excepcional no habrían aguantado
mangas ni las habría usado invierno o verano. Se
rumoreaba que había llegado escondido en un barco
al puerto, donde había esperado la oscuridad de la
noche para orientarse. Por instinto había ido a
parar a la cima del cerro, realmente una planicie
que se prolongaba por un momento antes de empezar
nuevamente el descenso al mar. Era en esa
superficie plana, relativamente grande, donde
familias como la nuestra habían empezado a
construir en el lote que la municipalidad les
asignaba sin darles título de propiedad. Pocas
casas estaban terminadas, la nuestra entre ellas.
Según cuentan los mayores, el “constructor”
levantó primero su propia pieza en el fondo del
terreno y ahí se instaló a vivir con su hijo.
Nadie sabía qué había pasado con la mujer: se
cansaría de esperar tiempos mejores quizás y un
día habrá decidido tomar las de Villadiego. La
cosa es que el hijo salió ya hombre de la casa a
probar suerte en la capital y el “constructor” se
murió de viejo sin haber terminado jamás la obra.
Algunas casitas de adobe eran tan básicas que sus
moradores las dejaban a la primera oportunidad de
algo mejor y otras, que habían sido abandonadas
con las primeras cuatro murallas en pie, se
convertían a veces en refugio de mendigos y
vagabundos, especialmente en invierno.
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En una de esas casas se había refugiado
el Homero, como yo le llamaba, convencida de que
ése era su nombre. Sólo años más tarde me enteré
que no le decían Homero sino hormero porque hacía
hormas de zapatos y que nadie había sabido nunca
su verdadero nombre. ¿Cómo y quién había
descubierto que podía hacer hormas? En ese tiempo
eran caras y había que encargarlas a la capital.
Nunca lo escuché hablar pero sí cantar y a las
horas más insólitas de la noche. Se había
enamorado perdidamente de la vecina, y cuando las
paredes que lo albergaban se le hacían demasiado
estrechas para sus ansias, salía a la calle y se
ponía a cantar. Más que las canciones era el
ladrido de los perros lo que nos despertaba al
comienzo, pero después de un tiempo, salvo uno que
otro quiltro perdido, ya dejaron de ladrarle y lo
dejaban en paz. Eran canciones tristes y doloridas
del amor derrotado, nunca de esperanzas colmadas,
lo que chicos y grandes escuchábamos casi con
reverencia, ya desvelados:
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Quiero verte una vez más
estoy tan triste
y no puedo recordar
por qué te fuiste.
Quiero verte una vez más
y en mi agonía
un alivio sentiré y olvidado en mi
rincón
más tranquilo moriré.
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Después de esas veladas se perdía por
días y la niña a quien le cantaba también se
alejaba de los vecinos que le hacían burla
canturreando las estrofas más memorables cuando
pasaba. Nunca llegó a hablarle y lo más probable
es que ni siquiera supiera su nombre. A mí me
frustraba no poderlo ver cuando iba a trabajar
porque se me ocurría que habría podido descifrar
los enigmas de ese amor en sus ojos mansos,
siempre posados en la lejanía. Pero él no
soportaba la presencia de la gente y, como los
domingos era el día de descanso, se quedaba dueño
y señor del taller. Para mí, que sabía mejor que
nadie donde estaban los clavos de tal o cual
tamaño y podía describir a ojos cerrados quién
hacía qué, esa exclusión era una afronta
personal.
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No era el papá sino la mamá la que sabía
cómo tratar a los maestros, la que entendía el
lenguaje sin palabras que ellos hablaban y que
para mí era el único que existía. De ascendencia
india, había heredado saberes especiales para
hacer cantar a los pájaros, usar las hierbas
medicinales, reconocer el hedor particular que
despide el animal acosado o los humanos que, como
sus antepasados, habían escapado al exterminio que
trajeron los españoles con sus porfiados afanes de
almas, oro, mujeres y tierras.
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El domingo era el único día en que los
quehaceres de la casa, a cargo de la tía durante
la semana, pasaban a manos de la mamá. Antes de
irse a la iglesia le dejaba al Homero una bolsita
con provisiones y se aseguraba que nadie más
tuviera acceso al taller. Después de la misa,
cuando el resto de la familia se iba al consabido
paseo por la plaza y luego al muelle a ver los
barcos recién llegados a la bahía, nosotros
regresábamos a casa a preparar el almuerzo y ella
se iba derecho al taller, conmigo siempre a la
cola, que me fascinaba verle la cara cuando iba
leyendo los indicios que dejaba el Homero de su
mañana de trabajo: una o dos hormas terminadas en
un lugar visible o al lado de la montañita de
hormas de varios tamaños, y un montoncito de
basura con trozos malogrados de madera, junto con
sacados y virutas de todos los tamaños donde la
herramienta se había hundido buscando lonja por
lonja el pie escondido en el trozo de madera
bruta.
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Al llegar a casa ese domingo la mamá se
detuvo en el portón oteando el aire. Era muy raro
que el Homero estuviera trabajando a nuestro
regreso a casa. “No hay que molestarlo” me dijo en
tono serio mientras dábamos la vuelta para entrar
por la puerta principal. Pero en mí pudo más el
ansia de ver trabajar a ese hombre, de verle la
cara de cerca, que el miedo a la reprimenda, con o
sin coscachos. Además, sabía que podía
arreglármelas sin delatar mi presencia. Lo vi
sentado en un taburete, un trozo de suela
atravesado en la falda a manera de delantal, la
bolsa de comida intacta donde la habíamos dejado.
Era evidente que no se había movido de ahí por
horas, que literalmente no se había levantado ni
para ir al baño como lo atestiguaba el olor a pipí
que me llegaba aunque amortiguado. Las hormas
terminadas estaban como siempre en la ruma del
rincón y los desechos de madera desperdigados
alrededor del taburete. Podía ver la enorme mano y
la cuchilla levantarse y bajar por un tiempo que
me pareció sin fin porque no me atrevía a moverme.
Le veía apenas la mitad de la cara sumida en un
gesto de concentración absoluta, los músculos del
brazo desnudo agarrotados por el esfuerzo
sostenido. Se levantó bruscamente y pude ver bien
los pantalones mojados, mi nariz no me había
jugado una mala pasada. Con las dos manos levantó
algo del suelo, una pierna de mujer perfecta con
un pie de dedos largos, delicados, donde juraría
que se veían hasta las venas y las uñas. La miró
sin abrir la boca, satisfecho de ese examen que
duró apenas un instante. Luego agarró un martillo
y de un golpe certero separó el pie a la altura
del tobillo y lo tiró al montón de las hormas
fallidas. La parte de la pierna fue a dar con el
mismo desdén a los trozos de madera bruta, y sin
volver la vista recogió la bolsa de comida y salió
por el portón del patio, a tranco largo, la mancha
redonda de los pantalones visible a la distancia.
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Por lo general el clima de la región es
benigno y llueve poco en los inviernos, pero ese
año se desataron los vientos y arreciaron lluvias
que en siglos no se habían dejado sentir. Las
casas del pueblo mejor equipadas con techos
normales se defendieron más o menos bien, pero las
del cerro, hechas con la misma sustancia con que
dios hizo al hombre, comenzaron a desmoronarse una
tras otra. Volaban los techos en pedazos o
completos y podíamos oír la sirena de los bomberos
durante la noche rescatando a las familias para
llevarlas a una escuela pública, albergue
improvisado para los vecinos que ahora la radio
llamaba damnificados, palabra nueva para mí que me
costó aprender a pronunciar. A nosotros se nos
cayó parte de la casa y quedamos apiñados en una
sola pieza, mirando asustados el precario techo de
listones y calaminas que el viento levantaba y
dejaba caer a intervalos. Nadie hablaba de la
escuela pero todos sabíamos que era el fondo que
había que evitar a toda costa. No sé cuántos días
duró la incertidumbre hasta que finalmente
amainaron las lluvias y pudimos asomar la nariz a
la calle sin peligro. Tan diferente se veían las
casas y la calle que me parecía estar en otro
barrio. La devastación que había dejado lo que
todos llamaban “el aluvión” se veía por todas
partes. De la casa de enfrente donde vivía la
enamorada del Homero había desaparecido el techo y
sólo quedaban las murallas disparejas, roídas por
las aguas. El carro y las sirenas de los bomberos
ya se habían convertido en algo familiar, pero me
sorprendió ver pasar el camión de la basura y
pararse justo al frente de la casa del Homero. Al
poco tiempo salieron los cuatro hombres que habían
entrado, acarreando lo que no podía ser sino un
cuerpo envuelto en una lona verde. A la una, a las
dos y a las... se balanceó el cuerpo y voló por
los aires cuando los hombres gritaron “tres” y lo
tiraron arriba del camión que se alejó con su
carga, un bulto verde oscuro que sobresalía por
encima de la basura y que me quedé mirando
perpleja hasta que se perdió de vista.
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Otras muestras
de su obra:
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