Muchas veces Anita piensa que el Océano
Pacífico es su lugar de origen, porque ahí frente
a ese inmenso horizonte azul, gris o marrón, las
olas le calman sus temores y se llevan sus
pesadillas. El mar la contempla, la escucha y no
le hace preguntas que ella no puede responder.
Anita corre hacia la playa dejando que la espuma
le bese las plantas de los pies cuando el caudal
abandona su resaca en la orilla del mar. No le
importa que el tiempo de junio sea frío.
Anita quiere olvidar a la Hermana
Julia y el jalón que le dio para ir a la capilla
a rezar. Con el pie derecho hizo un pocito. Ahí
trataba de enterrar la bulla que hizo la
ambulancia cuando fue a buscar a su papá que se
asfixiaba con el asma y la voz agresiva de la
Hermana Julia cuando en un tono autoritario le
dijo: ¿En qué piensas? Anita piensa que nadie
tiene la bravura ni la soberbia de un mar
agitado. Pero no supo qué responder a la
religiosa. Su corazón andaba triste y las
palabras no le salían de la boca. Por un momento
creyó que se había vuelto muda porque tampoco
dijo nada cuando la Hermana Julia le empuñó la
mano izquierda, se la llevó todo derecho y le
hizo arrodillarse en el reclinatorio de madera.
Anita se sabía de memoria los
Padrenuestros y las Ave Marías pero había
perdido el sonido. Miró al Crucificado en
silencio como cuando miraba a su papi después
que regresaba del hospital, con la admiración de
verlo otra vez vivo aunque maltrecho. El tiempo
que duraba la recuperación del enfermo, ninguno
de sus hermanos se atrevía a gritar, a cantar, a
reírse o a escuchar la radio. Hablaban en
murmullos pensando que así su papá se sanaría
más rápido. El día que su papá se levantaba
temprano y vociferaba que era la hora de
despertarse para ir a la escuela, sus tres
hermanos y hasta su mamá sabían cómo elevar el
volumen de su voz, salvo Anita. Le tomaba tiempo
para que el sonido interior encontrara la
respiración suficiente, pasara por la garganta y
se concretizara en un "buenos días papi".
Anita habló a Jesucristo desde
adentro, sin palabras ni rezos aprendidos, le
pidió que tocara la campana para empezar su
clase; de esa manera, la Hermana Julia tendría
que sacarla de la capilla y ella podría
liberarse de la espiona que no dejaba de
reprobarla con sus ojillos. Cuando oyó las
campanadas de las ocho de la mañana, Anita supo
que el mar estaba cerca de ella entonando un
himno solemne.
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