LAURA
HERNÁNDEZ MUÑOZ
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La guardiana
_____________________________________________________________________________________La
nada colmó la oquedad
_____________________________________________________________________________________y
fue el todo.
_________________________________________________________________________________________________Hermann
Broch
Aún
puedo contar sus años con los dedos de la mano. Los veo jugar con
la pelota de hule liviano sin hacer ruido. Ella se eleva haciendo su traslación
de unos brazos a otros. Escucho risas; después, nada. Mientras el
balón está en el aire, contienen la respiración, expectantes.
Cae, y, de nuevo, el bullicio.
Me gusta
estar en la habitación con vista al mar en el segundo piso. Sergio
prefiere la otra, la que da al norte: mitad montaña, mitad
mar. Yo no me canso de ver y oír su alharaca de vendedor turco enrollando
y desenrollando olas.
Cuando se construyó
la casa pensamos hacer dos habitaciones; fueron cuatro, por si llegaban
los hijos. Sergio escogió el lugar. La casa ya había sido
engendrada en mi pensamiento, y durante cuatro años se fue gestando
hasta nacer. Es blanca, con techos verdes, toda de madera. Me agrada oír
sus quejidos cuando camino por ella. Sus ojos-ventanas son grandes, en
especial las de mi recámara; son como un útero que me lleva
al mar.
Los pasos apresurados
por la escalera avisan que van a salir. Les gusta correr por la arena que
pica y quema sus pies, pero al tocar el agua disfrutan de su lengüetada
fresca. No miran hacia donde estoy. Sienten mi presencia pero prefieren
saberme su guardiana.
Me duelen los
codos, Sergio dice que es por tenerlos tanto tiempo clavados en el marco
de la ventana. Quizás, pero es como estar mitad dentro, mitad fuera.
Normalmente
la playa está sola; pocas personas vienen a visitarnos. Las únicas
huellas visibles son las de mis hijos que siempre están jugando
a no dejarse mojar por el mar. De tanto verlos moverse, termino cansada.
Por la noche los visito mientras duermen; no quiero dejar de contar sus
años con los dedos de la mano. Uno de estos días compraré
un calendario para celebrar sus aniversarios.
Sergio insiste
en pintar la casa para darle mantenimiento. Quiere ampliar su estudio de
pintura y cambiar el marco de mi ventana; con tono irónico dice
que, desde fuera, parezco un retrato suspendido en el muro. Yo no respondo;
él sabe que debo estar ahí para vigilarlos cuando entran
y salen del mar, cruzan la playa, irrumpen por la casa, suben la escalera,
azotan las puertas y vuelven a salir.
Hoy ha soplado
un viento más fuerte de lo habitual. El cristal de la ventana lucha
por desprenderse del marco y refugiarse bajo la cama. Un ruido espantoso
me hace retroceder y el vidrio logra su objetivo; deshecho, se esconde
regado por el suelo. Al escuchar el estruendo, Sergio llega asustado y
me abraza. Yo no tengo miedo; el viento y el mar juegan a revolcarse; como
ellos, gritan con furia, se empujan y después terminan tendidos.
Así será mañana. La playa amanecerá llena de
basura y con la arena destendida, como las sábanas de sus camas.
El mar la acomodará, y yo las tenderé. El vidrio lo repondrá
Sergio; él siempre lo hace con las cosas que se rompen en mi vida.
Volveré a clavarme para mirarlos entrar y salir.
El clima está
más frío. El paisaje desde mi ventana se ha estrechado y
ahora uso lentes. Sus ruidos han disminuido, ya casi no los oigo pero intuyo
su presencia.
La casa nos
está quedando grande. Entre Sergio y yo, solo se intercalan silencios
rotos por sus recuerdos. El último calendario marcó los años
que pude contar con los dedos de mi mano. Creo que es tiempo de irnos.
Desde la ventana
veo el anuncio de “SE VENDE”, columpiado por el aire. En las noches, su
rechinido se convierte en llanto, igual al de ellos en noche de tormenta.
Es un sonido obsesivo, constante, que me quita el sueño. Es como
si la casa se doliera por nuestro abandono.
Ayer vinieron
los que la compraron. Es una familia con cuatro hijos pequeños.
Les gustó desde que la vieron. Los observé desde mi puesto
de guardiana, sorprendiéndome la repetición mimética
que éstos hicieron de los movimientos de los otros que habitan la
casa; sentí alivio, ya no estarán solos cuando me vaya.
En pocos días
empaqué. Los recuerdos no ocupan mucho espacio; lo demás,
lo dejo tal como está para que ellos no extrañen mi presencia
Mientras Sergio
acomodaba todo el equipaje en la camioneta, me detuve en la ventana, ella
volvió a ensanchar su marco, y el paisaje del mar abrió mis
retinas, que, sedientas bebieron su imagen. Volví a sentirme el
retrato vivo pendiente del muro. Bajé por las escaleras contando
los sonidos de sus pasos, y crucé la puerta tantas veces azotada.
Subí
al auto a esperar a mi marido que hablaba con los nuevos inquilinos. Frente
a mí estaba el maravilloso mar abriendo su espacio. Las gaviotas
revoloteaban alrededor, escandalosas. Mi mano izquierda movió suavemente
la palanca de mando hasta ponerla en “neutral”. La máquina
comenzó a deslizarse atraída por la pendiente. Cierro los
ojos. Recuerdo su juego con la pelota de hule liviano. Ahora soy yo quien
hace la traslación de unos brazos a otros. Oigo sus risas, después:
nada.
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