NATALIA
CRESPO
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Deben haber
(cuento)
Deben haber
sido alrededor de las tres en el reloj de su
cocina (la cocina de Osvaldo,
según me enteré más tarde), de azulejos verdes,
propios
de una estética de los años setenta ya medio
desvencijada.
Osvaldo debe haber recibido el llamado de aviso
de algún conocido,
o quizás, por qué no, de algún desconocido,
enterado
del asunto por la persona que llevaba el nombre
de Osvaldo escrito en su
agenda. O quizás el llamado lo había hecho
alguien de la
agrupación, luego de presenciar el secuestro del
dueño de
la agenda, o quizás algún pariente de alguno de
los muchachos.
O quizás había sido la voz de algún vecino o de
alguien
que simplemente lo conocía a Osvaldo de
vista y se apiadó
de lo que vendría, o quizás incluso había sido
el
llamado de alguno de ellos, uno de esos tipos
que dicen sólo responder
órdenes y que, en algunas ocasiones, luego de
una noche de insomnio
o de algún encuentro infrecuentemente exitoso
con alguna variante
del amor, tienen accesos de culpa y proceden
humanamente.
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Osvaldo debe
haberse levantado de la cama, somnoliento,
tratando de no despertar a su
mujer, Ana, que dormiría a su lado, en la
penumbra, y debe haber
corrido torpemente hacia el teléfono,
tropezándose quizás
en el pasillo con la cómoda que interrumpía el
paso y que
aún no había sido ubicada desde que se habían
mudado
al nuevo departamento, hacía quince días,
buscando despistarlos
a ellos, a los militares, y que perdieran el
rastro. Debe haber recorrido
los pocos metros que separaban su cama del
teléfono, pocos pero
con vericuetos, no lineales, con un miedo ácido
y latente debajo
de la lengua y en el paladar, miedo que
seguramente Osvaldo no habrá
formulado con palabras concretas en su mente
sino sólo como recuerdos
de diapositivas empañadas apareciendo y
desapareciendo de golpe,
apareciendo y desapareciendo, imposibles de
asir, de repetir, siquiera
de articular en pensamiento. Con esa vaporosa
certeza de pavorosa desaparición
Osvaldo habrá levantado el tubo del teléfono y
debe haber
escuchado el mensaje de esa voz desconocida pero
amiga, salvadora y a la
vez perturbadora de la armonía que quizás
Osvaldo había
conquistado en el sueño pegajoso de verano
tardío, sueño
de marzo, sueño que había sido abruptamente
interrumpido
instantes antes. “Rajá porque sos el próximo”.
Osvaldo corrió
hacia su habitación, despertó a su esposa, alzó
a
Santiago en brazos, agarró dinero, llaves,
cigarillos, y juntos
bajaron las escaleras hasta el cuarto piso,
golpearon la puerta de casa,
siguieron bajando las escaleras, semidesnudos
ambos, transpirados, sin
comprender y comprendiendo a la vez, bajando,
bajando, esa escalera caracol
de mosaicos rojos, bajando, bajando, que debe
haberles parecido infinita,
resbalosa, estridentemente roja, bajando,
bajando, como lonjas de carne
sucediéndose, en cascada, bajando, bajando,
infinitamente bajando.
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Una mano que
no llegué a ver con nitidez abrió súbitamente la
puerta,
presionó la perilla de la luz, empujó a alguien
hacia el
interior de la habitación en la que dormíamos mi
hermano
y yo, volvió a apagar la luz, cerró nuevamente
la puerta
y giró la cerradura desde afuera. Todo en un
instante, como en un
solo movimiento. Pablo, si es que llegó a
despertarse, se
quedó dormido inmediatamente después de la
irrupción.
Yo no. Traté de descifrar, asustada, qué era esa
sombra extraña
que se movía en el espacio entre mi cama y la
puerta. Recién
había abierto los ojos y aún no distinguía tonos
en
aquella oscuridad. La sombra se acercó despacio,
vacilante, cuidadosa
quizás de no llevarse por delante un mueble.
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A lo lejos,
murmurante, en espasmos, un llanto de mujer se
dejaba escuchar cada tanto.
Pensé que podría ser mi madre. O tal vez no
llegué
a pensarlo, sólo lo incorporé en mi mente como
una opción
posible. No sería la primera vez. Me senté
despacio. La sombra
se acercó hacia mí y pude ver que no era un
adulto.
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-¿Santiago?
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-Zí.
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-¿Qué
hacés acá?
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-No zé-
dijo con un movimiento de hombros que pude
reconocer en las sombras.
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Empezábamos
a distinguir algunos tonos en la oscuridad.
Santi se acercó un poco
más y pude ver que lloraba. Se restregó
las lágrimas
con los puños y la humedad le brilló pegajosa en
las mejillas.
Tenía un pijama celeste y los pies descalzos.
Sin mirarme, se escurrió
debajo de mi cama y se acomodó boca arriba,
aparentemente listo
para dormir de nuevo. Me acosté boca abajo
sacando la cabeza
hacia el costado, de forma tal de observar al
recién llegado. Me
sentía más despierta ahora. “A la noche voy a
hacer pis y
te van a caer todas mis gotitas amarillas, plín,
plín, plín,
en toda la cara, plín, plín, plín, en cada una
de
tus pecas. Y se te van a enjuagar. Mañana
cuando te despiertes
no serás el mismo.” A pesar de que yo hablaba en
serio, Santiago
se rió:
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-¿Todavía
te hazéz piz enzima?
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-¿Y
vos todavía hablázzz mal? No. No siempre me hago
pis. Sólo
cuando tengo invitados debajo de mi cama- . Nos
miramos en silencio. “Y
yo me voy a tirar un pedo azí azí de grande”,
amenazó
abriendo los brazos en toda su extensión-
que va a zubir hazta
tu cama y te va a dezpertar.
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Aún
no amanecía: esto lo sabíamos no sólo porque la
luz
transversal que se filtraba por entre las
hendijas de la persiana era la
de los faroles de la calle, y no luz natural,
sino también porque
aún no escuchábamos el ruido de agua de todos
los días.
Los porteros de los edificios cercanos lavaban
las veredas recién
a eso de las seis. El ritual consistía en
el chasquido del
agua de las mangueras cayendo sobre las baldosas
y luego el rastrilleo
del cepillo con jabón. Quizás fuera más que nada
un
momento de reunión, de subrepticia complicidad
entre aquellos hombres
de mamelucos azules que se pasaban horas y horas
apostados en las puertas
de los edificios, observando y registrando cada
movimiento del barrio.
Eran, sin duda, los más informados. Sabían los
horarios de
todos los vecinos, las entradas de cada
mercadería en cada negocio,
la densidad del tránsito según el momento del
día,
los itinerarios de los ancianos que rodeaban la
plaza para reducir obedientemente
el riesgo de infarto cardíaco, los árboles
preferidos por
los perros de ese barrio de Buenos Aires, el
andar despectivo del pequinés
diabético de la señora de la calle Malabia. Lo
sabían
todo. Eran los verdaderos dueños de la zona.
Ningún documento
legal sobre la propiedad privada, ningún
contrato laboral que los
nominara como simples empleados, ninguna
reglamentación empresarial
que los encasillara como “encargados de la
limpieza” podía reducir
el sentido de pertenencia que otorgaba la
acumulación sucesiva de
ocho horas diarias de meticulosa observación. Y
el compromiso gremial
los reafirmaba en su poder. Lo que sabía uno lo
sabían todos:
como hormigas inquietas frotándose las antenas
entre sí,
la nueva información pasaba de boca a oído,
irrefrenable,
con la velocidad del agua de las mangueras sobre
las baldosas, con la furia
del cepillo rastrilleante. Quizás por eso, entre
otras cosas, los
otros, los militares, llegaban siempre de
madrugada, a eso de las tres
de la mañana, antes de que las antenas de
mamelucos azules resurgieran
erectas para retomar su labor cotidiana.
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No teníamos
sueño y Santi descubrió un agujero en la tela
elastizada
de la almohada. Metió el dedo, escarbó, entonces
escuché
que cerraban una puerta y me distraje.
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-Otra vez-
dijo Santiago, con gesto alegre, alejando con un
hombro los cabellos que
le tapaban los ojos, hincado en aquel hueco
flexible, recién descubierto,
que cedía ante su fuerza como la boquita de un
molusco dócil.
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Al principio,
en el momento del descubrimiento, había sido
apenas un punto imperceptible,
mimetizado con la superficie acolchada en torno
a la cual existía.
Pero ahora, gracias a su trabajo persistente y
esmerado, el agujero tenía
un diámetro de aproximadamente un centímetro. La
tela elastizada
se ensanchaba cada vez más. El ojo percibía lo
blanco e inmediatamente
decodificaba la imagen en una orden concreta:
sacar, sacar la mayor cantidad
posible de plumas, extraerlas y ordenarlas en la
alfombra, sostener la
mirada ajena. Yo miraba hacer. Recostada
sobre la almohada de plumas
recientemente agujereada, hacía presión con mi
cabeza para
que el trabajo de Santi fuera menos arduo. Mis
movimientos colaboraban,
no tanto porque el peso ejercido por mi cabeza
facilitara la extracción,
sino por el seguimiento alentador de todos los
movimientos de aquel dedo
índice. A veces las plumitas, encadenadas,
ayudaban también
con el proceso: al sacar la primera, la segunda
salía por inercia
de la fuerza ya ejercida, y la tercera se
enganchaba vaporosa a la parte
trasera de su precedente, y la cuarta formaba un
todo, enredada en los
intersticios de la tercera, y así sucesivamente.
Otras veces, en
cambio, la cadena se cortaba y Santiago debía
hincar nuevamente
el dedo cartilaginoso en la tela blanda y
enganchar la punta rígida
de una nueva pluma, deseando estar, con suerte,
ante la primera de una
serie.
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Todas las
plumas recolectadas iban siendo colocadas en la
alfombra amarilla, a mi
lado, a mi alcance, de forma tal de que cuando
el montón fuera considerablemente
grande, él pudiera agarrarlas a todas entre sus
manos y verterlas
(ese era el trato) sobre mí. Ese sería mi
vestido nuevo.
A trasluz, el suave bello de los cachetes de
Santi relucía, apenas
rubio, dándole a la cara relajada un aspecto más
varonil.
El trabajo avanzaba rápidamente, eran cada vez
más y más
las plumas blancas sobre la alfombra, listas
para ser compactadas y formar,
entre todas, el agasajo.
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Hermoso quedaría
el vestido de plumas que estaba siendo fabricado
para mí. Por el
momento, podía estar pensando Santi, no
apresurarse: extraer, extraer,
extraer plumitas blancas de la almohada
rechoncha y generosa cuyo volumen
parecía no modificarse con la labor. ¿Cuántas
plumas
habría allí adentro? Parecían infinitas. ¡Qué
trabajo! ¿Serían todas blancas? Quizás llegado
un
punto empezaran a salir de distintos colores,
como los caramelos de las
piñatas, que en el aire parecen todos del mismo
color y luego van
tornándose, a medida que caen, desde lo alto,
azules, verdes, amarillos,
naranjas. Un poco más, un poco más y ya casi
está,
la tarea concluida. Santi me miró
expectante.
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-Hermoso-
exhalé despacio.
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Entretanto,
a las seis de la mañana, Osvaldo y Ana ya
debieron haber estado
lejos, escondidos en casa de algún contacto
insospechado, o camino
a Montevideo, en vistas de tomarse el primer
avión que encontraran,
o simplemente bajando alguna otra escalera de
algún otro edificio
de algún otro conocido que los condujera a algún
subsuelo
secreto. Debieron haber pensado en Santiago
constantemente, asociando el
nombre a la tibieza última del cuerpo infantil
enroscado en sueños
y depositado de improviso en otras manos, o al
algodón celeste del
pijama. Debieron haberse preguntado si ellos,
los militares, finalmente
habrían llegado o si había sido sólo una falsa
alarma,
una manera más de combatirlos, de inyectar el
óleo de la
angustia en cada leve intersticio de esa vida
familiar. Debieron
haber tratado de imaginar su departamento:
¿habrían roto
la cerradura de un balazo?, ¿habrían revuelto
los cajones
en busca de documentos, papeles, testimonios de
subversión?, ¿habrían
encontrado información útil?, ¿habrían robado
muchas cosas?, ¿habrían bajado al cuarto piso?
¿Y
si, por error, habían ido allí directamente? ¿Y
si
acaso, en el gesto de salvarlo, habían condenado
a Santi a ese destino
atroz, a Santi y a toda esa familia desconocida?
Se deben haber preguntado
esto en el buque hacia Montevideo, mirando con
insistencia el fondo marrón
del río para ver si allí debajo, quizás, estaba
la
respuesta. Se deben haber encarcelado la vista
en los huecos llorosos de
las palmas de sus manos húmedas para frenar,
aunque fuera un segundo,
la punzante picana de preguntas.
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Aquella madrugada,
en el buque hacia Uruguay, sentados en el último
asiento que miraba
en sentido contrario a los restantes, para
extremar los cuidados, el cuerpo
de Ana cedió por un instante al vigilante
insomnio, a la informe
vigilia. Ana soñó reteniendo la última
conversación
con Osvaldo y la última imagen del río de la
Plata, marrón
al amanecer y levemente ondulante. ¿Sería
verdad? ¿Habrían
tirado gente al río desde aquellos helicópteros
que nadaban
como cuervos monstruosos en el aire marrón todas
las noches? ¿Habrían
asesinado verdaderamente o tendrían a todos
escondidos, pensando
liberarlos en algún futuro igualmente marrón y
ondulante?
Ana debe haber soñado, quizás, cómo de
golpe,
de aquella masa de agua informemente agitada por
el viento surgía,
despacio pero inconfundible, el cuerpo de
aquella chica de pelo largo,
compañera del trabajo, a quien había dejado de
ver abruptamente.
Cuerpo blando y barroso y gomoso oscilando
inerme en el agua insabora
del río. Ana debió haber soñado que en su
sueño
se acercaba, o intentaba acercarse, a aquel
cuerpo de pelo negro flotando
sin rumbo y en el momento mismo en que daba el
primer paso, otro cuerpo,
más amarillo y rígido que el primero, salía a
flote
desde las profundidades y quedaba enganchado al
primer cuerpo, a través
de una tela bamboleante con forma de camisa, o
de manga de camisa. Ana
debió quizás haber soñado aquella madrugada que,
en
el momento en que se disponía, desesperada, a
dar un nuevo paso
hacia ellos, no sólo reconocía en el segundo
cuerpo el rictus
familiar de un amigo, sino que además un
tercer cuerpo surgía
de golpe desde el fondo, liviano y la vez
pesado, ofreciendo poca
resistencia al agua pero a la vez incapaz de
desprenderse de esa inmensa
masa marrón, surgía de golpe de espaldas a ella,
a Ana, y
giraba, ¡zás!, sin aviso hacia ella, hacia
Ana, y eran,
inconfundiblemente, sus cabellos, sus ropas, sus
rictus: los de Ana.
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Otras muestras
de su obra:
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En colaboración
con otros miembros del Registro:
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