NATALIA
CRESPO
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La tercera
lección
(cuento)
Sí,
pueden ir a todas las hamacas de la plaza y él
la empujará.
Y sí, pueden tirarse juntos por el tobogán
naranja y por
el plateado grande también. Y sí, pueden ir al
teatro a ver
la última obra de Hugo Midón. A Lucía el
tocadiscos
del living nunca antes le ha parecido tan alto,
ni su papá tan alcanzable
o, mejor dicho, nunca antes se ha sentido tan
cerca de él, como
ahora que está allí sentada y pueden mirarse a
los ojos detenidamente.
Le han puesto el vestido de los cumpleaños,
aunque hoy la celebración
sea de otro tipo: su papá le ha prometido
dedicarse la tarde entera
a ella, con absoluta exclusividad. Ahora la toma
de los hombros para asegurarse
de que no se caerá del Winco y, mientras apoya
sus manos grandes
y velludas sobre los huesitos de Lucía, le
acomoda los volados celestes.
Qué hermosa es la barba cobriza de su papá. Qué
grandes
y qué marrones son los ojos grandes y marrones
de su papá.
Los mira bien y confirma que es un marrón
azabache, un marrón
de tierra con agua, son ojos del color del río
de la Plata, pero
de las olas del río de la Plata, no del fondo
oscuro en el que ondulan
los cuerpos que ellos arrojan todas las noches.
Y si querés también
vamos a tomar un helado. ¡Un helado! A ella le
parece fantástico,
fantástico. Aplaude y ríe y le muestra otra vez
los dos dientes
que se le han caído, dos molares así de grandes
y así
de cuadrados como los dados de la generala y
todavía estoy esperando
al ratón Pérez, aclara, tanteando con suavidad
el efecto
de su reproche. Que sí, que esta vez no se va a
olvidar y que el
ratón Pérez va a venir, le dice él, y le toma el
mentón
con sus dedos macizos y le mira de cerca los
huecos rosados en esas encías
tan nuevas, tan blandas. Y Lucía se ríe y cuando
se ríe
se chupa el labio inferior con la lengua, que es
algo que hace cuando está
muy contenta. Y entonces él le dice que con esa
lengüita tan
vivaracha va a poder tomarse un helado no grande
sino grandísimo,
gigantesco, el más grande de la heladería que
además
de ser enorme va a venir –y esto se lo susurra
al oído, para mayor
embelesamiento de Lucía– con una cereza mágica
en la punta.
¿Una cereza mágica? pregunta ella fascinada,
casi deletreando
las palabras, paladeándolas. Una cereza mágica,
repite él
asintiendo con la cabeza, y explica: una cereza
que, por mucho que se chupe
el helado desde abajo –y al decir esto hace
gestos ridículos con
la lengua alrededor de un cucurucho imaginario
que su mano contorsiona–por
mucho que se lo chupe desde abajo, repite, la
cereza se queda com-ple-ta-men-te-in-mó-vil.
Oooooooohhh, dice la vocecita de Lucía, abriendo
bien los ojos de
siete años, chupándose el labio inferior con su
lengua roja.
Una cereza que quedará exactamente en su lugar
una vez que el helado
haya desaparecido, porque es una cereza
voladora, una cereza que flota
en el aire como vos flotás en el agua, y que, en
el momento de comerla,
te vas a dar cuenta de que el carozo tiene tus
iniciales: LF, de Lucía
Fernández. Ooooohhhhh, repite ella, con las
manos entrelazadas
a la altura de su boca. Y escucha chasquear su
lengua y escucha chasquear
la lengua del padre y son dos lenguas separadas
pero salivándose
al unísono. ¿Y dónde está esa cereza mágica,
papi? Y bueno, es una cereza mágica que preparan
el heladero y el
dueño de la heladería sólo a pedido mío. ¿Y
sale muy cara? No, a mí me la dan gratis, porque
son muy amigos
míos. ¿Y nos pueden dar dos si yo les pido una
para guardármela
para otro día? No, a vos no te la darían, porque
es un secreto
entre nosotros tres. Es cosa de hombres. ¿Porque
ustedes son varones?
Exactamente. ¿Porque ustedes tienen testículos
con asteroides?
Exactamente, pero se dice espermatozoides, mi
amor, dice el padre, riendo.
A Lucía esta corrección lingüística le parece
irrelevante, no hace más que interrumpir la
fascinación afiebrada
que ahora se le adhiere a los cachetes como las
calcomanías que
colecciona en su ventana. Se siente liviana,
está al borde de la
levitación. Pero baja a tierra porque sabe que
momentos así
hay que aprovecharlos todo lo que se pueda: ¿y
después del
helado me vas a llevar a la juguetería y me vas
a comprar la muñeca
que te pedí para mi cumpleaños? Su cumpleaños ha
sido
hace diez días, pero como las compras de lujo
burgueses, le ha explicado
su papá, sólo las hacemos con el dinero sobrante
a fin de
mes, tendrás que esperar hasta el 30. Y ella
había esperado,
qué otra opción le quedaba. Pero ahora era el
momento de
hincar el diente. Para asegurarse el regalo, le
advirtió a su papá,
acomodándose los volados: ya les conté a todos.
Vero tiene
esa muñeca y le puso de nombre Trinidad, y Miqui
también
tiene esa muñeca y le puso de nombre Soledad.
Todo esto lo sé,
aclaró Lucía con orgullo, porque la otra vez
entré
a la clase de catecismo y estaban hablando de
eso y el maestro con traje
de pingüino –el cura, interrumpe su papá– bueno,
ése,
me preguntó si a mí me compraban juguetes en mi
casa y yo
dije que sí, que la muñeca rubia de rulos me la
iban a comprar
a fin de mes y que cómo se va a llamar,
¿Trinidad o Soledad?
No, había contestado ella, con cierto orgullo
por ser diferente
pero al mismo tiempo queriendo parecerse,
queriendo formar parte, y luego
de interminables segundos de silencio, la
palabra, como un salvavidas en
medio del río, había llegado a su mente.
“Clandestinidad”
había lanzado con aire de triunfo, ante la
mirada perpleja de todos.
“¿Clandestinidad?” había repetido el
pingüino,
“¿clandestinidad?” repite ahora el padre
levantando la voz, ahora
los ojos súbitamente enfurecidos, revueltos.
¿Vos dijiste
en la clase de catecismo que tu muñeca se va a
llamar “Clandestinidad”?
¡Pero vos qué tenés en la cabeza! Grita ahora el
padre,
y ha soltado los hombros de Lucía y ya no le
peina los volados del
vestido. Está furioso.
-¡Elena!
¡Elena vení para acá querés! Pero carajo, no
se puede creer—dice, dando vueltas sobre sí
mismo como un trompo,
agarrándose la cabeza, tirándose de los pelos.
--¡Elena
vos escuchás las cosas que dice! y señala a
Lucía,
no hace falta dar su nombre. Elena sabe a
quién se refiere el padre.
Pero mamá Elena no aparece, se ha quedado
enredada otra vez entre
los hilos de Ariadna de esa cocina, el espacio
de la casa se ha vuelto
una vez más laberíntico, o altísimo, y se
escuchan
los pasos de Elena, sí, que se acerca pero que
no termina nunca
de llegar, como si viniera bajando desde una
escalera infinita. Hasta que
aparece, por fin, secándose las manos en el
delantal que lleva atado
a la cintura. Con aire de culpa, de tarea
incumplida, ¿qué
pasó, qué pasó? pregunta asustada.
-¿Vos
escuchás lo que dice tu hija? ¡Decíme pibita!
-el padre
ahora la sacude de los hombros, y la sílaba
“pi” se le clava a Lucía
en el medio del esternón-¡cuántas veces te
explicamos
que en la escuela no tenés que hablar de los
temas que escuchás
en tu casa! ¡Esta pendeja nos va a mandar a
todos al horno!-resopla,
bufa, prende un cigarrillo, tiene de golpe los
ojos inyectados en sangre.
-Calmáte,
Roberto, la nena es chiquita, se le escapan
algunas cosas, viste- atisba
Elena con dulzura, con miedo.
-¡Cómo
que se le escapan algunas cosas! Pero ustedes
no tienen conciencia de nada,
ustedes las minas no entienden nada, piensan
con la concha, eso es lo que
pasa acá, labios inferiores -dice señalando la
boca de Lucía-
y labios superiores, y señala la boca de
Elena, una cofradía
de pelotudas, un ente único, musculoso y
verborrágico, abre
y cierra las manos, imitando los movimientos
de una gran vagina imaginaria,
¡cuándo se van a convencer de que no se puede
ir por el mundo
diciendo todas y cada una de las huevadas que
se les pasan por la cabeza!
Se ha hecho
un silencio y Lucía aprovecha para largar el
aire contenido. Aprieta
los puños. No va a llorar, no, no va a llorar
porque ella es fuerte,
no es ninguna pibita, y aprieta también los
dientes, dentro de la
boca cerrada. Aprieta el ano, aprieta la
vagina, se tapa los oídos
con los puños cerrados.
-Decíme,
¿vos sabés que en este país se mata gente, se
la tira
al río todas las noches? ¿vos sabés lo que
significa
“clandestinidad”? -el tono de voz va subiendo,
papá se va poniendo
más y más colorado. Elena teme que le dé otro
pico
de presión. ¿Vos sabés lo que quiere decir
“desaparecido”?
A ver si te grabás esto de una vez y para
siempre en esa cabezota
fresca: si vos seguís hablando nos van a hacer
boleta, nos van a
secuestrar, nos van a torturar, vamos a
desaparecer. ¿Vos sabés
lo que es una picana? ¿Vos sabés lo que
significa pi-ca-ne-ar?-
ya no grita, pero ahora la toma de los volados
del cuello y a Lucía
le duele. No va a llorar, no, no va llorar, se
dice a sí misma pero
el líquido salobre le brota desde adentro, es
incontenible, infinito,
es como si alguien desde afuera tirara de ese
hilo prístino que
son las lágrimas. Las lágrimas le están
llegando a
la clavícula sin que ella haya movido ni un
solo músculo
de la cara. Porque esta es una de sus
características: sabe llorar
sin moverse, puede emanar, con la impavidez de
las piedras, lágrimas
suficientes para llenar medio cauce del río.
Tiene la cara empapada
pero así y todo contesta. Contesta con la
cabeza, contesta que sí,
que ha entendido. Que será obediente. Su padre
no sabe hasta qué
punto será obediente. Desconoce su padre con
cuánta firmeza
se han grabado esas palabras en la mente de
Lucía: clan-des-ti-ni-dad,
tor-tu-rar, pi-ca-ne-ar, de-sa-pa-re-cer.
Aunque no conozca aún
su significado intuye, y esta vez no se
equivoca, que aquellas palabras
la acompañarán de por vida, serán su equipaje
y su
sombra, su alimento y su vigilia.
Clandestinidad, torturar, desaparecer,
picanear. Jugará con ellas, hará crucigramas
en su cabeza,
las separará en sílabas infinidad de veces. Y
dentro de unos
años las compartirá con otros, les dará de
comer y
de beber, se las fumará en porro, las
emborrachará, fornicará
con ellas, las arrullará y amamantará de
grande hasta vaciarse
los senos. No sabe su padre, ni se imagina, lo
bien que ha aprendido Lucía
la lección que él acaba de darle. Claro que se
le han grabado,
esas palabras la seguirán hasta su muerte,
yacerán con ella
en la misma cama en su último día de vida. Son
las palabras
las que la olvidarán a ella y no viceversa.
Y ahora siente
alivio porque el padre acaba de dar un
portazo, acaba de irse y, aunque
no ha dicho cuánto tardará, saben, Lucía y
Elena,
por experiencias anteriores, que dos o tres
días es el plazo típico
para el regreso de Roberto.
La mamá
ha vuelto sigilosamente a la cocina, no quiere
enfrentar la cara de su
hija. Abre la canilla y deja correr el agua, y
entonces Lucia confirma
que la mama está llorando. Siempre que llora
hace eso: abre canillas.
Pero ya va a volver, es cuestión de esperar. Y
cuando vuelve, Lucía
está aún sentada en la victrola, los pies
colgando enfundados
en zapatos de charol, los rulos un poco
llovidos pero rulos aún.
Es una versión tercermundista de Shirley
Temple, piensa Elena mirando
a la niña, una versión arrabalera, montonera,
una sátira
melancolizada. Baja a su hija del Winco,
tomándola entre los brazos,
abrazándola. Se sientan en el sillón del
living. Elena trae
consigo un libro forrado en rojo, es el
cuaderno de comunicaciones de segundo
grado. Lo abre y pasa las hojas lentamente,
mojándose en saliva
el índice derecho. Al llegar a la última nota
de la maestra,
Elena lee en voz alta, sin reproche pero con
un tono que es exasperantemente
lento. “Señores padres: Tengan a bien
comunicarse a la brevedad
con la Srta. Alicia, al 801-0373. Indicar que
es de parte de la ferretería
“La tuerca”. Suerte que Alicia también es de
la agrupación,
concluye Elena, cerrando el cuaderno y
esperando el relato explicativo
de Lucia. ¿Qué pasó?
-Nada, nada
mamá, me porté bien—dice la niña
puchereando.
-¿Qué
pasó? -repite la madre, ahora más curiosa que
enojada.
-Estábamos
en el recreo largo Miqui, Vero y yo. Y Miqui
contó que su papá
es dentista, que arregla dientes, y Vero contó
que su papá
es taxista, que conduce un taxi, y yo les
conté que mi papá
es marxista-leninista, y que no se bien si
arregla o conduce. Mamá:
¿los marxistsleninistas arreglan o conducen?
Elena no contesta.
Está preocupada ahora, verdaderamente
preocupada. Quizás
el enojo de Roberto no era tan descabellado,
quizás es cierto que
hay que hacer algo con esta mocosa que escucha
todo y repite como un loro,
peor, como un megáfono.
-Escucháme
bien lo que te voy a decir— dice la madre y
toma la carita de su hija entre
sus manos. -Hay palabras que vos escuchás y no
podés repetir,
hay palabras peligrosas, ¿sabés? Palabras que
es mejor no
decir en la escuela.
-¿Por
qué?
-Porque no,
porque podemos tener problemas.
-¿Por
qué?
-Porque son
palabras que sólo deben usarse en la casa,
¿sabés?,
en tu cuarto, ni siquiera delante de papá.
Cada vez que vos escuches
una palabra laaaaaarga -hace gestos con las
manos, como quien abre un bandoneón-
esa palabra laaaaarga no la repitas más que en
tu cuarto, cuando
estás solita. Palabras como “clandestinidad”,
“marxistaleninista”,
que son tan largas, tan complejas y aburridas
además—dice la madre,
pero de esto último es difícil convencer a
Lucía.
-A mí
no me aburren.
-No me importa
-es el fin de la paciencia materna ahora. -No
me importa, esas palabras
se usan solo dentro de casa y se acabó.
Grabátelo bien, son
dos lenguas diferentes.
Y Lucía
se lo ha grabado bien, no lo olvidará, lo
promete. Ella también
está asustada, así que se va a su cuarto a
jugar sola. No
quiere tener a la madre cerca.
Es verano y
la ventana está abierta. Se escucha el ruido
del tráfico
en la avenida. Un triángulo de sol se forma en
la pared del contrafrente
que Lucía ve a través de su ventana enrejada.
Está
sentada en su mesa de ludo y dibuja en una
hoja cuadrados torpes en los
que encerrará palabras. Palabras en
mayúsculas. Palabras
y cuadrados que imitan la geometría de los
crucigramas. “Clandestinidad”
escribe con crayon verde en la primera línea.
Debajo: “marxistaleninista”.
Se frustra de golpe porque se ha olvidado de
escribir arriba de todo el
título. Su maestra le ha explicado que siempre
se empieza con el
título, luego se deja renglón en blanco, y
recién
después vienen las palabras del texto. Hace un
boyo, enojadísima
consigo misma. Agarra otra hoja blanca,
impecable. Empieza nuevamente.
Escribe, arriba de todo, en el medio:
“Palabras que no debo decir en la
escuela”. Luego, debajo, pegada al margen
izquierdo: “Clandestinidad”.
Segunda línea: “marxistaleninista”. Pero no se
le ocurre nada más.
Un idioma no puede estar compuesto sólo de dos
palabras, eso lo
sabe. Se acuerda entonces de las manos de la
madre, manos separadas, en
bandoneón: palabras laaaaargas. ¡Sí, la tiene!
¡Ha
encontrado otra más! Chasquea los dedos de
alegría:” otorrinolaringólogo”.
¡Uff! ¡Qué larga! La ha escrito con crayon
verde pero,
dada la longitud de la palabra, decide que hay
que tomar un recaudo extra.
Dibuja entonces con rojo, apretando el crayon
hasta casi agujerear la hoja,
una línea que atraviesa de lado a lado el
papel y en cuyo fin se
lee, en crayon rojo, otra palabra:
requeteprohibida. Ahora, luego de esta
necesaria advertencia, puede continuar con la
lista. De pronto se siente
inspiradísima: “es-per-ma-to-zoi-des”, anota
en el cuarto renglón.
No tan peligrosa como otorrinolaringólogo pero
digna de pertenecer
a la lengua secreta. Y se le ocurre de golpe
que quizás este idioma
funcione como el helado de frutilla y
chocolate: cuanto más come
una, menos ganas tiene, cuanto más grande el
cucurucho, o cuantos
más cucuruchos, más sensación de empacho y
dolor de
panza. Y quizás tenga que idear una
estrategia, porque lo difícil
ahora será resistir la tentación de pararse en
su banco y
ponerse a gritar: OTORRINOLARINGÓLOGO. La
escena la fascina: todos
mirando con horror, ella parada sobre su
cartuchera, arriba del pupitre,
desgañitándose a voz en cuello al gritar la
palabra más
larga del mundo. Entonces, como método
preventivo, como vacuna contra
la tentación, se para, camina hacia el placar,
abre la puerta que
contiene el espejo, el gran espejo biselado, y
grita, mirándose
bien los labios: O-TO-RRI-NO-LA-RIN-GÓ-LO-GO
O-TO-RRI-NO-LA-RIN-GÓ-LO-GO
O-TO-RRI-NO-LA-RIN-GÓ-LO-GO
O-TO-RRI-NO-LA-RIN-GÓ-LO-GO
O-TO-RRI-NO-LA-RIN-GÓ-LO-GO
O-TO-RRI-NO-LA-RIN-GÓ-LO-GO.
Está
aliviada. Aliviada y exhausta, empachada de
tanta palabra, sin más
ganas de gritar, casi con dolor de panza.
Vuelve a su asiento. Mira la
página que ha estado escribiendo. Le falta
color. Decide entonces
subrayar con una viborita fucsia el título.
Ahora está mejor.
Igual, medita, ambas manos en el mentón, sigue
muy pálido.
Entonces con el marcador rojo que tiene
brillantina dibuja un asterisco
a la izquierda de la palabra “clandestinidad”.
Levanta la hoja, ausculta
el resultado: el asterisco le ha salido
espantoso. No es un asterisco,
es una garrapata deforme. Prueba entonces otra
vez, a la izquierda de la
palabra “marxistaleninista”. Un poco mejor.
Aunque nadie diría que
aquello es un asterisco. Prueba entonces por
tercera vez, poniendo ahora
mucha atención porque se trata del margen
izquierdo de la palabra
superprohibida. Lleva el marcador hacia
arriba, dibuja una punta y la pinta.
Ay, qué pena, salió despareja, entonces
rellena una parte,
con tanto entusiasmo que al final el resultado
es un semicírculo.
Se dice a sí misma que entonces, ya que eso de
asterisco no tiene
nada, va a dibujar un corazón, y listo. Le
falta sólo completar
el otro lado. Pero no, eso tampoco parece un
corazón, nadie que
lo viera por primera vez diría que eso es un
corazón. Está
demasiado gordo para ser un corazón. Entonces
piensa, con una sonrisa
de la que aún no se ha percatado, que eso no
es ni un asterisco
ni un corazón. Es una cereza. Una cereza
desalineada, sí,
con un agujero en el medio porque ha apretado
mucho el crayón y
se ha roto la hoja, de acuerdo. Pero cereza al
fin. Una cereza contorsionándose,
luchando para ganar apoyo sobre la línea del
renglón pero
sin lograrlo aún, una cereza voladora, quizás,
una versión
satírica de la cereza mágica.
-Es una cereza
-decreta en voz alta ante una audiencia
imaginaria. Ha podido crear su
propia cereza, sin compañía paterna, sin ayuda
de heladeros,
aunque no sea una cereza mágica, aunque esta
se caiga, no esté
siempre erecta, en los aires, sostenida
inexplicablemente. Ella sola es
capaz de inventar sus propias cerezas
imperfectas. Y si lo pudo hacer una
vez lo podrá hacer muchas más. Abre las dos
manos sobre la
hoja pintada, como quien pone un sello o hace
un juramento. Ha creado ella
sola una cereza. Ella sola. Por sí misma. De
esto tampoco se va
a olvidar.
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Otras muestras
de su obra:
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En colaboración
con otros miembros del Registro:
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