NELA
RIO
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El
jardín de las
glicinas
Lea aquí_O
jardim das glicínias_(versión
en
portugués de_Andréia
Alves
Pires)
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El rumor llegaba
en el perfume. Las flores se tocaban, se
inclinaban unas sobre otras, rozaban
tallos, se sacudían tentativas y frágiles. El
aroma, en racimos
penetrantes y azules, se hacía parte de la brisa
en esa tarde de
primavera. El tronco delgado y las ramas como
dedos largos pegados contra
la pared, retorcidos, como sufrientes, eran de un
marrón oscuro,
a veces veteado con blanco grisáceo. Las flores de
la glicina parecían
pertenecer a otro cuerpo, eran tan brillantes y
frágiles y fragantes.
La planta no tenía hojas en primavera, sólo el
cuerpo que
siempre parecía viejo y las flores y el perfume.
La glicina estaba
contra una pared de ladrillo. El contraste del
azul contra el rojo apagado
era sorprendente. Hasta se podían ignorar el
tronco y las ramas
para que sólo quedaran el azul contra el rojo, y
el perfume. También
había otras flores y era curioso que, aunque
cambiaran, la glicina
permanecía contra la pared de ladrillo, siempre en
flor.
El cuarto estaba a oscuras. La puerta cerrada,
sin llave. Ella agachada
y abrazándose las rodillas, estaba en el suelo,
tratando de desaparecer
detrás de la cama. El bebé lloraba en el otro
cuarto. Ella
empujó unos papeles debajo de la cama. El entró,
no le costó
encontrarla. Fue hacia ella y la abrazó "Mi
niña, mi amor..."
la hizo poner de pie y sentarse en la cama.
"Mira esas lágrimas,
no, no llores" y le besaba la cara "mi niña, mi
amor". La rodeó
con los brazos y la acunó, chasqueando la
lengua, apaciguándola.
La separó unos pocos centímetros de sí
mismo,
"Mira, mira cómo tienes la cara... mi amor... no
me lo hagas hacer
más... si no insistieras con tus cosas yo
no lo haría
... mira, mira, tu carita..." y ahora era él
quien lloraba, gimiendo,
pidiendo perdón... “No me lo hagas hacer más,
por favor ...
por favor ... rompamos ahora esas pinturas ...
así, así ...
ya ves, si pintaras flores sería distinto ...
pero insistes..."
El no vio una de las pinturas que había quedado
debajo de la cama.
La llevó al baño y quiso lavarle la cara. El
bebé
había dejado de llorar. Ella también. El ya no
gemía.
Ahora era ella la que quería lavarle los
nudillos de la mano derecha,
ligeramente ensangrentados, "es todo mi culpa...
perdóname... pintaré
sólo flores”... “¿Me lo prometes? preguntó
con
cara y gesto de mimoso... "Sí, mi amor".
Siguieron días felices, otros no tanto. Los
pedidos de perdón
y la insistencia de no hacerlo nunca más
crecieron tanto como el
niño. Con el tiempo ella se hizo famosa en su
pequeña ciudad
por sus coloridas pinturas, siempre con flores
muy vistosas.
Se encontraba con Pepita, una de sus mejores
amigas, todos los martes por
la tarde a tomar un té con "tonterías",
como le llamaban
a todo lo que comían gustosas. Bueno,
quizás no todos
los martes. Había algunos en que llamaba a
Pepita por teléfono
y cancelaba la cita. Las razones fueron, al
principio, muy complicadas,
con caídas de escaleras o tropezones a la
entrada del edificio,
o que un muchachito la había embestido con la
bicicleta, etc. etc.
Con los años, Isolina, había perdido el interés
por
inventar historias y sólo bastaba decir "hoy no
puedo" para que
Pepita entendiera. Quizás se hizo más difícil
cuando
su hijo llegó a la adolescencia y aprendió el
juego de las
recompensas a través de la amenaza y el temor.
Isolina, que pintaba
algunas veces en un cuarto a oscuras y otras en
otro muy iluminado, se
iba haciendo chiquita y no hacía ruido en la
casa que ya, o quizás
nunca, le había pertenecido. Una vez Pepita le
comenzó a
decir "tendrías que terminar con esto de .....no
deberías
tolerar ..." Isolina había abierto los ojos muy
grandes y le había
puesto punto final con la mirada. Pepita no
insistió nunca más.
Sabiendo de donde venían, Isolina encontraba
folletos dentro de
libros o revistas, en la canasta de las frutas,
con información
sobre conductas muy horribles que nada tenían
que ver con ella o
con su familia. Rompía los folletos, mientras
miraba para otra parte.
Cada vez que vendía uno de los cuadros volvía a
la casa con
cierta tristeza que nadie se explicaba. Como el
día en que en la
galería de arte le dieron una mención de honor
por "Begonias"
y ella casi no sonreía. Su esposo la llenaba de
regalos e insistía
en que debían celebrarlo y le apretaba el brazo
con fuerza mandando
un mensaje para que sonriera. Ella lo recibía y
sonreía.
Invitaron a mucha gente y conversaron con la
facilidad y el deleite de
los que no dicen nada y bebieron hasta tarde.
Cuando todos se fueron y
la casa quedó a oscuras porque se debía dormir,
Isolina caminó
con cuidado por el pasillo y fue al cuarto donde
hacía su planchado.
También servía de despensa donde guardaba
mercadería
que encontraba barata en los mercados. Sacó los
canastos de mimbre
que estaban sobre la mesa, sacó la madera
dejando sólo el
armazón de la mesa con las cuatro patas. Dio
vuelta la tabla y allí,
fijado por cuatro clavitos, había un lienzo
pintado al óleo.
Lo miró un rato, recordó las muchas pinturas que
había
terminado desde que había entrado en esta casa
--y que luego, sistemáticamente,
había destruido-- que contaban una historia que
debía guardar
tan celosamente como guardaba su tristeza de los
demás. Volvió
a colocar la tabla que formaba la mesa, salió
con cuidado, cerró
la puerta y fue a su dormitorio.
Cuando hubo pintado las margaritas, decidió
agregar caléndulas
y fresias. Sobre las baldosas del patio había
macetones con geranios
rojos y no estaba segura de si poner o no una
enredadera a la entrada de
lo que se suponía debía ser la cocina. Antes de
cerrar la
caja con sus pinturas dio un último toquecito a
la glicina que apenas
se veía detrás de un naranjo. Sólo asomaban tres
racimos
azules y ella tocó una de las flores con el
pincel, sin pintura,
sólo por tocarla. Había aprendido de las flores
esa levedad
del gesto, la caricia y la ternura en el
movimiento, el modo de alzar la
cabeza, recogerse el pelo, poner la tabla de la
mesa con delicadeza otra
vez sobre las cuatro patas. Había visto su vida
en los pétalos
de azahares, jazmines, rosas y claveles. Sabía
cómo el sol
acariciaba y las sombras cobijaban. Recorría el
patio de los cuadros
siempre anclada en sus glicinas, para no
perderse, para no confundir su
lugar que a diario se desdibujaba. Ella volvía
al perfume, a seguirse
en los caminos del jardín, entre el pasto y las
higueras, el rododendro
y las prímulas. Sabía desde hacía mucho tiempo
que
debía salir, que este jardín no era el otro.
Ella no entendía
la violencia. Por eso se sentía mal hasta cuando
una pintura no
le salía como debía y tenía que retocarla,
agregarle
un color foráneo, una intrusión de amarillos en
una violeta
mal formada. No, no le gustaba hacerlo porque
sabía que dolía,
que la violeta nunca más se reconocería porque
tendría
heridas que no podría explicar y preferiría
hundirse en el
pasto del jardín y no asomarse con el único
pétalo
violeta. Hasta le parecía que algunas veces su
pincel era como un
zapato que pisara las flores. Claro que sabía
que debía salir.
Sólo que cómo explicar, cómo verse desde otra
puerta
sabiendo que todos hablarían, que el profesional
admirado se salpicaría
con barro como cuando se riega con fuerza en el
jardín ......
por eso ella siempre destruía las pinturas de la
historia, como
él lo había hecho tantas veces hasta que ella
aprendió.
Cuando a veces se decía que quizás ella, por el
sólo
hecho de estar a mano lo había provocado....
sabía que se
mentía. Sabía que sólo había un paso
entre su puerta y la otra. Pero, esta vez, como
otras, volvió a
sus comidas, a limpiar la casa, a preparar las
camisas con un poquitín
de almidón, y ya!
Quizás fuera porque la lluvia era finita y casi
no hacía
ruido sobre las hojas o quizás fuera porque se
vio en el espejo
y reconoció las señales del nunca acabar, o
quizás
porque sin querer llegara al cuarto que estaba a
oscuras y supiera que
podría ver las glicinas. Sacó del tercer estante
de la alacena
su caja de pinturas. Con seguridad encendió la
luz sin importarle
que fueran casi las tres de la mañana. Sacó los
canastos
que estaban sobre la mesa. Levantó la tabla y la
dio vuelta. La
colocó sobre el planchador, que era su atril, y
lo miró como
un encuentro. Su mirada era tan lenta que
parecía que no sólo
tocaba los colores sino que los ponía. Allí, una
mujer rubia
contra una pared de ladrillo. El cabello era
espeso, en ondas, largo sobre
la espalda, extremadamente artificial. Ella tomó
el pincel y trabajó
mucho tiempo cambiando no sólo el color del
cabello, ahora castaño,
sino también el largo y el estilo. Así. Ella.
Así
era ella. O mejor, así había sido ella. La mujer
estaba obviamente
corriendo y su expresión era de angustioso
espanto. Los ojos agrandados
por el terror, un brazo levantado para
protegerse, el otro buscando algo
para escapar, para escapar... Isolina le tocó la
cara, besó
la yema de su dedo y la aplicó a los labios de
la otra que tenía
ahora su cabello, el castaño original y algunas
canas nuevas. Le
tocó la mano de dedos crispados y delgados,
sufrientes, de un marrón
oscuro veteado con blanco grisáceo y le dijo
"Hace mucho tiempo...
ahora sí, es hora de salir". Con una destreza
indescriptible, con
una maestría de años, Isolina pintó una puerta
en
la pared de ladrillo para que la mujer
encontrara algo para abrir y escapar.
Y de pronto Isolina se encontró al otro lado, en
el jardín,
el sol de todas las primaveras pintadas
tocándole la piel, sí,
su piel, y se dejó acariciar por el
descubrimiento de su fortaleza,
de su resolución y saboreaba la certeza de una
decisión final.
Aspiró profundamente la vida nueva, otra vez,
así, profundamente,
y el olor de las glicinas le entró por la piel
al centro del alma.
Había esperado tanto tiempo para vestirse de
primavera. Daba vueltas
y vueltas y tocaba las anémonas, clavelinas,
jacintos y albahacas,
nardos y azucenas, hibiscos, gardenias y
amapolas, pensamientos, lirios,
dalias y gladiolos, todas sus flores la recibían
desde distintas
estaciones. Las flores azules que siempre
habían estado al
otro lado del cuarto oscuro se apoyaban ahora en
la puerta recién
abierta y reían en racimos, se sacudían y
exhalaban
perfumes, celebrando. Isolina llamó a Pepita “es
hora de ir al refugio,
al del jardín de las glicinas”, y cerró la
puerta al cuarto
oscuro.
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